La puerta de entrada al Estado Bolívar es imposible de superar. Cuando nos disponemos a cruzar el Puente Angostura, el noveno más largo del mundo, levantándose tan imponente como el río Orinoco que entre sus estribos pasa dejamos atrás el norte de Venezuela, para unirnos en absoluto compañerismo con la beldad de Dios, quien de la mano nos adentra en el territorio de los prodigios; en esa vasta extensión de 240.528 kilómetros cuadrados de tierra bendita al sur de Venezuela, donde hombres y mujeres entretejen en cada amanecer el realismo mítico del “Dorado”, con una fuerza y una tenacidad que no admite desilusión alguna.
Un estado que a lo largo de la historia, desde los tiempos de la conquista cuando en 1777 pertenecía a la Capitanía General de Venezuela, ha tenido innumerables cambios en su división político territorial, hasta que finalmente, la Constitución del 5 de agosto de 1909 establece los límites territoriales que se conocen en la actualidad y que lo integran en total solidaridad con sus estados contiguos, por el norte los estados Guárico, Anzoátegui, Monagas y Delta Amacuro; al sur la República Federativa de Brasil y el Estado Amazonas, al este Guyana y por el oeste el Estado Apure.
Comenzar a recorrer el más grande de los estados del país es reconocernos en una riqueza poblacional multicultural, que vive y siente el impulso creador a lo largo y ancho de los once municipios que lo dividen políticamente: Heres, Cedeño, Sucre, Caroní, Piar, Angostura, Roscio, Sifontes, Padre Pedro Chien, El Callao y Gran Sabana. Terruños que abrigan, al calor de sus potencialidades, una laboriosa población de 1.214.846 habitantes que unidos a los 50.361 indígenas (Censo, 2001) constituyen la viva expresión de un estado moderno que “acusa el crecimiento demográfico más relevante gracias a su empuje económico e industrial” (Fernández, 1995).
Pero también, es sobrecogerse al saber que junto a los estados Amazonas y Delta Amacuro, nos internamos en el más imponente territorio al sur del Orinoco, conocido desde los primeros tiempos como Guayana, una región que abarca casi la mitad de la superficie total del país y que, a decir del geógrafo venezolano Rodolfo Hernández Grillet, tiene al Orinoco como “elemento dinamizante y vinculador de todo el corazón de Venezuela”.
Desde esa altura del puente colgante, un alud de frondosidad y una ola de fábulas cubrirán las más vívidas y profundas impresiones del viajante, las mismas que a lo largo de la historia han quedado plasmadas por tantos conquistadores, exploradores, científicos, evangelizadores, aventureros y patriotas que se atrevieron a cruzar el límite de lo inimaginable y que tuvieron al Orinoco como testigo de ese “encuentro entre dos mundos”.
Toda una rica historia que se aviva en nuestros corazones aún más cuando, antes de descender la parábola del Puente Angostura, podemos contemplar a nuestra izquierda la parte donde se hace más angosto el cauce del río Orinoco, bien llamado por el bachiller Ernesto Sifontes “río padre”, y notoriamente divisamos en su orilla derecha el promontorio conocido por todos como Casco Histórico, asiento primigenio de Ciudad Bolívar, la tantas veces mudada capital del estado…Y, ¡Cuanta leyenda se desliza por su cúpula!: La pared de la catedral en la cual se ejecutó el fusilamiento más famoso de nuestra historia, la casa que albergó los retumbos del discurso integrador de América, la imprenta que consolidó el periodismo libre en Venezuela, las calles por donde el “loco” Soto subía y bajaba la chatarra que terminaría exhibiendo orgulloso el cinetismo mundial.
Es cierto, no existe en el país otro montículo que en tan sólo 67 hectáreas pétreas, fluya tanta riqueza humanista, seductora y gloriosa… Y pensar que esto es sólo el comienzo de una travesía fascinante que nos lleva hasta las altas mesetas tepuyanas que bordean, cual gigantes legendarios, los límites de Venezuela con Brasil y Guyana, y que nos narran un proceso geológico iniciado hace más de tres mil millones de años; tiempo más que suficiente para ver formar una flora y fauna única en el mundo que, aunadas a las inmensas riquezas naturales, paisajísticas, hídricas, mineras, forestales y energéticas, hacen del Estado Bolívar la inequívoca alternativa económica no petrolera y el eje fundamental del desarrollo de las industrias básicas del país. En él confluyen todas las riquezas a las que puede aspirar el ser humano digno para alcanzar ese racional desarrollo sustentable que, a su vez, apuntale el crecimiento armónico y revolucionario de una Venezuela en pujante progreso.
Enclavado en el núcleo más antiguo del planeta denominado Gondwana, antiguo súper continente del paleozoico tardío, que originó a los demás continentes de América del Sur, India, África, Antártica y Australia; el territorio del estado Bolívar se extiende como un todo en el Escudo Guayanés, un verdadero “escudo” continental constituido por las rocas más antiguas de la geocronología del territorio nacional y del mundo, conformadas por las cuatro provincias geológicas: Imataca, Cuchivero y Pastora formadas hace tres mil millones de años y Roraima, creada hace mil ochocientos millones de años. Son rocas que datan de la era arcaica o paleozoica y que se mantuvieron incólumes a lo largo de la evolución geológica del planeta, con una superficie esculpida por una sucesión diversa de climas que la convirtieron en los paisajes más seductores del mundo, con relieves tan excepcionales como los macizos de Chimantá, Auyán-Tepuy y Jaua-Sarisariñama por citar algunos de los centros más importantes del endemismo y la diversificación en especies de la región guayanesa, que enmudecen tan sólo al verlos.
El Escudo Guayanés se extiende desde las márgenes occidentales del río Orinoco a la margen septentrional del río Amazonas cubriendo parte de Venezuela, Guyana, Suriname, norte de Brasil, Guayana Francesa y una pequeña porción del este de Colombia. De tal forma que en él se encuentran más del 25 por ciento de los bosques tropicales húmedos que aún quedan en el planeta, y sus variados paisajes continúan atrayendo a innumerables científicos de distintas latitudes por su autóctona riqueza biológica, ecosistemas singulares, bosques excepcionalmente prístinos y diversidad cultural; además de ser el recinto de extraordinarios volúmenes de agua dulce proveniente de las cuencas de los ríos Amazonas y Orinoco, que en conjunto aportan un promedio anual de 156 mil metros cúbicos por segundo.
Sólo con mirar en el horizonte, mientras transcurren los 1.672 metros de largo del Puente Angostura, allí justo en su vértice, ya se puede sentir, con toda su fuerza, la brisa ribereña que nos transporta al pasado para comprender que la historia del Estado Bolívar comenzó por el Orinoco. La búsqueda frenética por el fabuloso “Dorado” desde los tiempos de la conquista evidenció la importancia geoestratégica de uno de los elementos naturales que en demasía, está presente en esta tierra aún inédita y que se desborda en el río padre. Inmensas riquezas y potencialidades de una región que, ayer y hoy, respalda su desarrollo en este cardinal eje fluvial, permitiendo el creciente flujo de productos al servicio de los más nobles intereses para el país y el mundo.
El recurso agua, la fuente de vida para una considerable diversidad biológica, recorre todos los rincones del Estado Bolívar; sólo, la alta descarga de agua promedio del Orinoco es de 36 mil metros cúbicos por segundo (Weibezahn, 1990), una hazaña que lo ubica en el tercer lugar de la lista de los ríos más caudalosos del mundo. Al mirar a la derecha del puente no se puede uno imaginar que tal volumen de agua nace de la unión de 715 ríos que cubren el área de la cuenca del Orinoco, calculada en 1.100.000 kilómetros cuadrados (Meade, 1990). Creo que Amalivaca, dios de los indígenas Tamanaco, jamás se imaginó que el imponente río que había creado después del diluvio, sería mas tarde el elemento unificador de distintas culturas que encontraron en sus riberas el mejor asentamiento que afianzaría permanentemente la nueva residencia del sur pujante.
No en vano, el río Orinoco tiene una longitud de 2.140 kilómetros desde su nacimiento en Sierra Parima, en el Estado Amazonas, hasta su desembocadura en el Atlántico siendo su cuenca compartida en un 29% por Colombia y un 71% por Venezuela. A lo largo de su cauce recibe por la margen derecha 95 ríos, los que a su vez reciben unos 290 afluentes provenientes del Escudo Guayanés; mientras que por la margen izquierda le llegan 99 ríos con 230 afluentes de Los Llanos y Los Andes venezolanos, sin contar con los numerosos riachuelos, arroyos, caños y quebradas que a su vez reciben estos afluentes. Al Estado Bolívar le corresponden 724 kilómetros comprendidos entre la confluencia con el río Meta (próximo a Puerto Páez) y Barrancas (frente a Ciudad Guayana), albergando varias subcuencas que recibe en el sentido oeste a este: Parguaza, Suapire, Cuchivero, Caura, Aro y Caroní.
La singular fauna acuática con sus toninas, manatíes, tortugas arrau, caimanes del Orinoco y especialmente las 450 especies de peces reportadas, entre las que destacan el lau-lau y la zapoara, las vistosas aves como la chenchena, garza morena, además de las 129 especies de aves migratorias que cada año viajan por el “río padre”, los bosques primarios, el potencial pesquero estimado en 45 mil toneladas anuales (Novoa, 1986) y la diversidad étnica presente en ella, la convierten en una de las doce cuencas de prioridad en conservación por los grandes recursos naturales en ella albergados y que ameritan ser conservados.
Así, cuando Cristóbal Colón llega a estas tierras en su tercer viaje al Nuevo Mundo, en agosto de 1498 y navega toda la desembocadura del río Orinoco, no pudo menos que maravillarse ante lo que consideró, en carta enviada a los Reyes Católicos de España ese mismo año, el paraíso terrenal: “…Jamás creí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro y vecina con la salada y en ello ayuda muchísimo la suavísima temperancia. Y si de allí del paraíso no sale, parece aun mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande…”.
Un paraíso que ya hacía tiempo habían descubierto los pobladores aborígenes que se encontraban, para el momento de la conquista, diseminados a lo largo de la cuenca del Uri-nuku, como al parecer era conocido el Orinoco en voz indígena guaraúna y que significa “sitio donde se navega”. Los primeros españoles se encontraron con toda la riqueza cultural de las etnias Piapocos, Curripaco, Baniva, Guarequena y Baré pertenecientes a la familia lingüística Arauaca que llamaban “Río Huyapari” al hoy Orinoco; y los Ye`kwana, Panare, Wanai, Pemón, Yabarana y Kariña de la familia Caribe, para quienes el Orinoco era “Río Paria”. Eran comunidades nómadas dedicadas a la pesca, caza, artesanía, recolección y agricultura conuqueras; además de expertos navegadores y constructores de curiaras. La acogedora hamaca o chinchorro –en especial cuando el sol apremia-, es creación de los Caribes.
Luego vendría Diego de Ordaz en el año 1531 con el deseo de coronarse dueño y señor del Dorado –leyenda creada por los indígenas del Bajo Orinoco para deshacerse de los españoles, que narra la existencia de una antigua ciudad sagrada llamada Manoa donde brotan las riquezas del oro y el diamante-; pero Ordaz sólo logró remontarlo hasta los raudales de Atures y Maipures (Estado Amazonas), línea divisoria entre el alto y bajo Orinoco, un sitio turbulento de 60 kilómetros de aguas lanzadas velozmente sobre las rocas ígneas metamórficas en cuyas profundidades habita, según la fábula indígena, un inmenso dragón protector de los bosques ribereños.
Sin embargo, esta primera excursión al Orinoco se convirtió en una aventura donde el hambre, el cansancio, las enfermedades y la resistencia indígena crearon serias dificultades a pesar de contar con “350 hombres armados, instrumentos de pesca y herramientas de construcción, 23 caballos, 2 barcos grandes, la nao capitana, 1 galeón, 8 navíos pequeños y remos, 4 indios lenguas (traductores), un religioso y un cirujano” (Cabello, 1996).
Luego de dos meses de exploración, Ordaz escucha por primera vez, de boca de los aborígenes, el nombre de un rico e inmenso territorio llamado Guayana, hoy conocido como Región Guayana, localizada al sur del Orinoco y que aún, después de cuatro siglos de historia, continúa siendo un reto para muchos expedicionarios que ambicionan descubrir los misterios que subyacen bajo la fuerza de su naturaleza indomable.
Misterios que desvelaron de igual forma el sueño del segoviano Antonio de Berrío quien durante once años realizó tres expediciones a lo largo del Orinoco hasta la desembocadura del río Caroní, fundando la primera ciudad bautizada con el nombre de Santo Tomé de Guayana, el 21 de diciembre de 1595. Esta ciudad perduró hasta 1617 cuando fue incendiada por los seguidores del inglés Walter Raleigh; llamarada ésta que le costó la cabeza al propio Raleigh al ser decapitado ese mismo año, en la Torre de Londres.
Este aventurero se lanzó a la codicia del Dorado el 6 de febrero de 1595 y quedó más impresionado por las riquezas naturales de Guayana y el Orinoco que por los diamantes urgidos para el trono de su reina Isabel de Inglaterra. En su máxima obra, “El Descubrimiento del Grande, Rico y Bello Imperio de Guayana”, publicada en 1596, describió lo que consideró el más bello país que sus ojos jamás vieron: “…tanto para la salud, aire puro, placeres y riquezas, creo que ésta no puede ser igualada por región alguna del Este o del Oeste”.
Placeres y riquezas perseguidas por corsarios que diezmaban una región que a su vez estaba asediada por el deseo expansionista de Portugal en el Nuevo Mundo. “Estas desfavorables condiciones presentes en Guayana desde fines del siglo XVI y XVII, obviamente fue campo abonado a intereses en los que se vieron involucrados países europeos adversos a la Corona, quienes estimularon en la región el surgimiento de relaciones inspiradas en el saqueo, pillaje, contrabando, maltrato y explotación de la población indígena” (Cabello, 1996). Países como Holanda, Inglaterra, Francia y Portugal merodeaban por la costa atlántica guayanesa, algo que por cierto, contó con la anuencia de los pobladores indígenas Caribes que encontraron en los holandeses una forma de defenderse del dominio español (Cabello, 1996). No es de extrañar que las relaciones diplomáticas entre España y Portugal llegaran a su punto álgido, por lo que se hacía imprescindible una definición de la soberanía territorial.
Así, el 13 de enero de 1750 se selló el compromiso final entre ambas naciones bajo el Tratado de Madrid que buscaba establecer los términos de sus posesiones en América y Asia. La Expedición de Límites llegó a Guayana en 1755 y con ella el Orinoco comienza a adquirir importancia relevante como factor de desarrollo de los proyectos impulsados por la Corona Española que buscaban relanzar la empresa colonial en aquellos lejanos parajes de selva prístina. Con dos objetivos claramente definidos, uno político-administrativo y otro científico, esta expedición fue “el primer gran intento por parte de España de acercarse de manera científica a la naturaleza americana” (De Pedro, 1992). Al frente del equipo científico estuvo el joven Pedro Loefling, primer botánico en pisar esta “Tierra de Gracia”.
Nacido en Suecia en 1729, Loefling realizó valiosos descubrimientos con sus investigaciones de la flora y fauna guayanesa y de especies oceánicas a lo largo de su viaje por el Atlántico. “Sin embargo, el asunto principal encomendado a Loefling era bien concreto: la mejora y explotación de la canela” (De Pedro, 1992), además de recolectar plantas medicinales como la quina; pero su aspiración de escribir una historia natural de Suramérica se vio truncada en el año 1756 al sorprenderle la muerte en la misión de los capuchinos catalanes San Antonio de Caroní, a los 27 años de edad (Pérez Marchelli, 1997).
No obstante, a decir del Libertador Simón Bolívar "el descubridor científico del Nuevo Mundo, cuyo estudio ha dado a América algo mejor que todos los conquistadores juntos", fue el geógrafo, naturalista y explorador alemán Alejandro de Humboldt a quien conoció en París, en 1804. Inspirado quizás por la labor de Loefling, Humboldt en compañía de Amadeo Bonpland llegó a estas tierras venezolanas el 17 de julio de 1799 y estuvo 75 días navegando desde el Apure hasta el Casiquiare pasando por el Orinoco, en una expedición científica cuyas anotaciones fueron recogidas en su libro "Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente".
Desde una piragua contempló y detalló minuciosamente las riquezas naturales que lo sorprendían en su travesía por el Orinoco. Comparó a las tortugas arrau (Podocnemis expanda) con enormes caminos de piedras debido a la gran cantidad de estos quelonios observados en las playas del Orinoco y que estimó en cientos de miles. Lo mismo sucedió con el caimán del Orinoco (Crocodylus intermedius), un reptil que se encuentra sólo en la cuenca del río Orinoco y que habitaba de forma abundante hacia finales del siglo 18. Sin embargo, ambas especies se encuentran hoy día bajo protección especial, siendo declaradas internacionalmente como especies en peligro de extinción. Una realidad que quizás Humboldt jamás llegó a pensar que sucedería por su condición de hombre convencido de la necesidad de conocer las leyes internas de la naturaleza para poder convivir “con los fenómenos naturales y aprovecharse de ellos en una forma mucho más útil y armoniosa” (Uslar Pietri, 1994).
Sin embargo, ninguna de las tantas expediciones que surcaron el Orinoco tras las pisadas de Manoa dejó una verdadera obra colonizadora como la alcanzada por los evangelizadores fieles al mandato cristiano “Id y enseñad a todas las gentes”. Para 1729, las órdenes religiosas actuantes en Guayana estaban integradas por los capuchinos catalanes, los padres observantes franciscanos y los jesuitas, pero fueron los primeros quienes desarrollaron una importante labor fundadora de los primeros poblados coloniales que aún en estos tiempos, como Tumeremo, Guasipati, El Palmar, Upata, Caicara del Orinoco y tantos otros, siguen escribiendo la historia.
Mario Sanoja Obediente e Iraida Vargas-Arenas en su artículo “La historia que regresó del frío: Guayana siglo XVIII” describen cómo la instalación de las misiones capuchinas catalanas en Guayana, a inicios del siglo XVIII, significó “la colonización de un vasto territorio que iba desde el río Caroní hasta el río Esequibo”. Estos soldados de Dios organizaron, según Sanoja y Vargas, una perfecta “empresa de propiedad corporativa” dedicada a las actividades extractivas, productivas y mercantiles a través de las 28 misiones que fundaron a lo largo y ancho de la antigua provincia española.
“Practicaban la minería y la forja del hierro...se explotaba el oro aluvional del Caroní, fundido y forjado en hornos de última tecnología; se practicaba la ganadería extensiva de ganado vacuno y caballar, la manufactura de cueros, también el cultivo y procesamiento del algodón así como la manufactura de telas; el cultivo del maíz, del cacao, la yuca; la manufactura industrial de alfarería, incluyendo ladrillos refractarios para la construcción o refacción de hornos para la metalurgia utilizando las arcillas caoliníticas del Caroní” (Sanoja y Vargas, 2004).
Una riqueza acumulada, que tal como refieren los autores, permitió luego a los patriotas sufragar la estabilización de una República disminuida desde 1812 por la falta de recursos. “Sin esta importante inyección de capital y medios materiales y humanos, es difícil visualizar en el corto plazo como habríamos podido llegar a la independencia de la Nueva Granada, a la Batalla de Carabobo el año 1821 y a la independencia política de España” (Sanoja y Vargas, 2004). Las misiones eran “el gran granero de la naciente República y obviamente el Orinoco fue la llave de las comunicaciones para emancipar estos pueblos” (Fernández, 2004), así lo ha evidenciado la historia.
La dependencia con el Orinoco, desde la conquista hasta nuestros días, sigue uniendo voluntades, sigue marcando el ritmo del desarrollo socioeconómico y cultural de un estado que se esculpe férreamente como las legendarias mesetas tepuyanas.
La magistral estrofa del Himno del Estado, escrita por el maestro José Manuel Agosto Méndez, expresa lo que el tiempo se ha encargado de consolidar. Aquel mito ideado por los indígenas de la existencia de una ciudad de oro llamada Manoa existe y fue “descubierta” por la Venezuela libre y soberana.
Hoy día sabemos que las riquezas no están acumuladas en una ciudad dorada sino en los ingentes recursos naturales atesorados en este territorio bendito por la naturaleza, aún por conocer. El equivalente de 3 millones de barriles diarios en energía hidroeléctrica producida por el río Caroní, las 12.000 millones de toneladas de hierro de bajo tenor, las 1.700 millones de toneladas de alto tenor, las 8.000 toneladas potenciales de oro, las 4.000 millones de toneladas de bauxita (Mendoza, 2000) y las inmensas reservas forestales, son apenas el comienzo de un Dorado que nos compromete a un nuevo desarrollo basado en la sustentabilidad de nuestros recursos donde el ambiente, la prosperidad y el bienestar social de nuestra población, deben prevalecer en este nuevo reto que nos convoca a todos por igual. Es aquí, en suelo bolivarense donde el despertar del alma legendaria aviva las grandes empresas venezolanas de todas las regiones, donde la visión mística del futuro y el campo abierto y enigmático, retan e impulsan la acción firme y el empuje constructor.
En la tierra de las utopías, lo inesperado se hace desafío permanente de la mano del hombre trabajador, justo, digno y consciente del valor ambiental de sus recursos. El Estado Bolívar es el paraíso de Colón, es el imperio de Raleigh y es el mundo perdido aún por desentrañar del escritor escocés Conan Doyle, por eso hoy como ayer, las palabras del poeta Pedro Sotillo recogen la fuente de donde brotan todas las hazañas que a diario se conjugan en estas legendarias tierras donde aún “laten los nervios de los venezolanos venidos de tantas regiones, sintiendo en el cuerpo un ánimo despierto para las faenas duras, un ansia creciente para terminar la obra conquistadora y de libertad, y para ir a echar los cimientos de la Venezuela completa”. Así de inmenso y generoso es el Estado Bolívar, tierra de prodigios.